Lunes,
16/11/2015 09:01 AM
Por Maggie
Marín
Cada ciudad
del mundo tiene su propia cadencia, sus ritmos, sus aromas, sus ruidos y
pendencias. Quienes hayan visitado los más hermosos rincones de América Latina,
Europa, África o Asia, sabrán por experiencia que La Habana tiene un atractivo
único, un hechizo personal, una magia íntima. En fin, como ella no hay dos.
Dama tan
singular no merece —digo yo— que a sus casi cinco siglos hablemos de cifras y
metas; no: más bien de cosas —aparentemente— sin importancia. Solo
aparentemente.
La otrora
Villa de San Cristóbal de La Habana arriba a este aniversario muy estrepitosa.
Como parte intrínseca de su sandunga, hoy sus pregoneros desencajan el sueño en
la mañana, y sus vocinglerías se nos confunden con los diálogos de los
protagonistas de la telenovela nocturna. De cierto, muchos de timbres
radiofónicos podrían hallar contrata en una emisora radial.
Necesitada
—como tantos— de silencio para lograr concentración mental, hallé cierto
consuelo en una novela donde se la describe plena de clamores y voceríos desde
su fundación el 16 de noviembre de 1519, cuando el adelantado Diego Velázquez
estableció aquí el tercer y definitivo asentamiento de la capital de Cuba.
Por
entonces y a toda hora —desde sus calles empedradas— emergían los trinos de
vendedores de frutas, dulces, casabe, pescados, pirulíes, ornamentos de
fantasía, leche de la vaca que ordeñaban en las mismísimas puertas de los
clientes, y otras mil y una mercaderías.
Fueron,
pues, tal cantidad, calidad y tipo de pregones —de ayer y de hoy— los que
despertaron mi apetito por componerle un poema o una melodía a mi Habana. Pero
tantos le han cantado y escrito, que ser medianamente original ahora es una
quimera.
De ella se
ha dicho, pongamos por caso: es un trino de míticas aves, una tonada criolla,
una guajira pizpireta, un estado de ánimo; una mezcla de olor a tierra húmeda y
rocío, a fuego ardiente, a mar y espuma salitrosa…; es un epítome de gentes y
de colores y sabores, quizá insólitos, pero ciertamente irrepetibles.
Es desde
los tiempos fundacionales, tal vez, cuando le llega el cierto halo misterioso
que desde entonces la preñó como a una mujer; y aunque apenas se ve, se
presiente, siente, y de hecho huele a océano calmo y bravío a un tiempo, en el
mismísimo muro del Malecón… más allá de vendedores, guitarreros y trovadores de
ocasión.
La Habana
es también un temple, un arrojo, un coraje y una grandeza. Es una energía
infinita y fuerte que ella transmite a quienes habitamos alguno de sus 49
barrios, 329 repartos y 36 asentamientos —sean habaneros de pura cepa, o
capitalinos de adopción—.Para quererla no importa de dónde venimos, sino hacia
dónde vamos.
Otra
¿extravagancia? de nuestra Habana es que aunque no puede abrazarnos, besarnos,
ni amarnos, la echamos de menos como a un ser querido cuando estamos lejos.
Llena de amor hacia nosotros está también esa madama refistolera a quien en su
cumple le debemos, es cierto, más acabados y atención, más composturas y menos
oropeles, más acicalamientos y menos maquillajes.
¿Que ella
también guarda dificultades, muchos problemas? Pues claro. ¿Dónde no los hay?
Pero amigos, 496 años solo se cumplen una vez. Y como bien dijo Martí, hasta el
sol tiene manchas. De ellas hablan los desagradecidos, los agradecidos hablan
de la luz.
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